Dormía como nadie. La cama era el más dulce trono. También, quizás, un buen sillón, el auto, el transporte público, la sala de clases o el mismo baño. Dormía como nadie.
Con frío, con calor, acalambrado por las más insólitas e incómodas posiciones. Dormía como nadie.
Estuve en Paris, en Bahrein, en Beijing y en Berlín. Llegué al Everest y me hundí en el Ness. Amisté con indígenas, hablé con animales y actué de profeta. Dormía como nadie.
Fui perdiendo la vida social, mis fortunas, mis talentos. Perdí mi fuerza, bajé de peso. Dormía como nadie.
Al fin y al cabo, dormía como nadie. Soñando era la única manera en que podía estar con ella.
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